En Francia,
entre 1892 y 1894 se dio una verdadera epidemia terrorista. Las venganzas
fueron llevadas a cabo por osados anarquistas contra la clase alta en un
periodo de oscuridad, en el periodo venido luego de la derrota de la comuna de
París.
En Francia
campeaban aún los fusilamientos a revolucionarios, las encarcelaciones y el
destierro.
Vanamente los
antiautoritarios buscaban reagruparse pero los golpes de la represión habían
sido y eran demasiado duros.
Así, de las
cenizas surgieron gritos de revancha, la acción insurreccional intentada hasta
el cansancio por Bakunin seguía siendo la ventana a todas las libertades.
Los medios
ilegales eran, seguían siendo, la herramienta de los oprimidos. El camino
legal, el parlamentarismo, era el camino de aquellos que con su indignidad
aprontaban las nalgas a nuevas sillas y privilegios.
La libertad,
la indomable libertad se alzaba nuevamente orgullosa y desesperada.
Un arma se
presentaba como una posibilidad salvadora, una niveladora que pondría a los
oprimidos al nivel de las fuerzas estatales y que quebraría el miedo impuesto
luego de la derrota de la comuna y la feroz campaña represiva subsiguiente.
Esa arma era
la ciencia, la ciencia pondría en manos de los explotados la dinamita
vindicadora.
Los congresos
anarquistas recomendaban a los individuos y organizaciones de la Asociación
Internacional de Trabajadores el "conceder gran importancia al estudio y
aplicaciones de estas ciencias como medio de defensa y ataque".
Los
anarquistas comenzaron una real campaña de terror a los burgueses y policías
sin precedentes.
¿Cuánta
simpatía obtuvieron en el resto de la población? Esto es relativo, condenas y
apoyo pueden rastrearse en las cenizas del tiempo. Ravachol tuvo canciones que
perduran hasta nuestros días, sus retratos se encontraban entre el pobrerío
parisino y no tardó mucho tiempo para que estos ajusticiadores anárquicos
fueran llamados "mártires del pueblo".
Esta campaña
y credo en la dinamita como llamador al gran mediodía, este llamado a veces
desesperado a la insurrección y al orgullo individual creció fulgurosamente
hasta apagarse lentamente cuando la represión en sus ataques indiscriminados se
fue generalizando. El llamado "proceso de los treinta", proceso que
intentaba encarcelar a los anarquistas más influyentes como culpables morales
de las bombas es marcado como el principio del final de la táctica de la
dinamita.
Esos años de
sangre quedaron marcados en la historia a fuego y pólvora, pero no fue el único
periodo ni el último del uso de la dinamita para aterrorizar a los opresores.
Europa y
América saben bien que la furia anárquica ha tomado y toma distintas armas pero
vuelve siempre en la carne de los oprimidos de cualquier parte.
Los
tiranicidas anárquicos, por ejemplo, son, han sido, la síntesis más hermosa de
bondad, arrojo y amor a la libertad que ha dado la raza humana.
Gente como
Santo Caserio, Caetano Bresci, Dora Kaplan o Simón Radowitzky, entre otros
muchísimos son el arquetipo de anarquista que arriesgando su propia vida para
vengar y detener al tirano, van contra él y dan el ejemplo de dignidad y valor
tan carentes a veces; explotadores, presidentes, reyes y militares cayeron bajo
la mano anárquica.
El primer
hecho que marca esta ofensiva fue el llamado "Affaire Clichy".
El primero de
mayo de 1891 se había dado un enfrentamiento entre anarquistas y policías
cuando los primeros regresaban de una manifestación.
Los
anarquistas y los policías estaban armados, arrestados finalmente estos,
recibieron una brutal paliza.
En la
defensa, escrita por Sebastián Faure, donde uno de los anarquistas admite haber
disparado contra los policías, se puede leer:
"Culpables
seriamos si, despertando en nuestros compañeros de miseria el sentimiento de la
dignidad, nosotros mismos nos burláramos de él. Criminales, ¡oh sí!, bien
criminales seríamos, si llamando a los hombres a la revuelta, nos inclináramos
ante las amenazas y nos sometiéramos a los órdenes terminantes de los
representantes de la autoridad.
Cobardes, los
últimos de los cobardes seríamos si, elevando el espíritu de nuestros
compañeros de lucha y excitándoles a la valentía, nosotros no defendiéramos
nuestra vida y nuestra libertad cuando están en peligro. He ahí el por qué de
lo que yo he hecho, de lo que nosotros hemos hecho (mis amigos, lo sé, piensan
como yo), teníamos que hacerlo, así pues, nosotros no nos arrepentiremos.
Si ustedes me
condenan, mis convicciones permanecerán inquebrantables. Habrá un anarquista
más en prisión, pero cien más en la calle".
Prontamente
no se dejó que estas palabras quedaran en letra muerta.
El primero en
vengar a los compañeros de Clichy fue Ravachol.
Sus bombas
encendieron la mecha y la epidemia se propagó rápidamente.
Los agentes
del orden comenzarían a temer por su seguridad si habían intervenido en
arrestos a anarquistas. Así, un magistrado de Saint-Etienne debió huir para no
tener que juzgar al propio Ravachol. Cada condena o ejecución, además, parecía
encender otra mecha. El ministro de Serbia en París fue apuñalado por el
zapatero Leauther, que había dichoapuñalaría al primer burgués que se le
atravesara.
Más tarde,
Vaillant lanzó una bomba a la cámara de diputados.
Padre tierno
que solo intentaba llamar la atención sobre el hambre y la desigualdad que
sufría.
Su
personalidad no encajaba para nada en la idea que hacía la prensa de esos
anárquicos desalmados.
Inmediatamente
se crearon leyes específicas en contra de los anarquistas, como se conocerían
también más tarde en el Río de la Plata.
Una semana
después de la ejecución de Vaillant, Émile Henry lanzó una bomba al café
Terminus, la venganza contra toda la clase privilegiada estaba cumplida.
Después, un
anarquista belga moría mientras llevaba una bomba a la iglesia de Madelaine.
Las bombas
anárquicas se sucedían una tras otra y hasta la gente común comenzó a
aprovechar la situación para intentar aterrorizar a sus patrones o caseros.
El 24 de
Junio de 1894, el italiano Santo Caserio apuñaló al presidente de la República
Francesa, Sadi Carnot, éste había rechazado la petición de gracia para
Vaillant.
Al día
siguiente la viuda del presidente recibió una fotografía de Ravachol que decía
"¡él está vengado!"
La dinamita
individual iría de a poco extinguiéndose y el anarquismo tomaría otra fuerza,
haciendo propaganda y calando en los sindicatos.
Aquellos que
estaban en contra y los que sin condenar las acciones proponían cambiar el
rumbo de las mismas, comenzaron a influir más, aunque la acción individual anarquista
jamás cesó del todo.
Los textos
que presentamos recogen las declaraciones de Ravachol y la de Émile Henry. El
primero se convirtió en un símbolo, con su personalidad bondadosa y su valor,
el segundo agudizó la polémica más que sobre el uso de la dinamita, el criterio
de ciertas acciones violentas.
El primero se
inmortalizó casi como un santo entre los rebeldes de su época, el segundo para
muchos, como demonio. Igual, no queremos mostrar las dos caras de nada, sino
dos textos que hablan y se explican por sí solos.
LA
EPIDEMIA TERRORISTA
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