Y se nos viene la segunda vuelta del espectáculo de las elecciones. Una vez más las masas borreguiles de ciudadanos acudirán a las urnas, para elegir democráticamente a la fracción de los explotadores que dirigirá el Estado asesino por los próximos 4 años. Y las avenidas volverán a llenarse de la propaganda electoral, mostrando caras sonrientes y miserables promesas vacías...
Reproducimos a continuación un texto escrito en el siglo pasado por Rodolfo González Pacheco, anarquista comunista de Argentina, donde denuncia precisamente cómo la burguesía -dueña de todos los medios de difusión y de todos los aparatos ideológicos- se va tomando además con su publicidad las calles, las paredes, ¡hasta el cielo! Y donde también el autor nos plantea, con frases profundas y en un lenguaje poético, como debe ser la propaganda revolucionaria.
González Pacheco fue uno de los principales impulsores del periódico "La Antorcha".
Carteleras
De un tiempo ahora, los burgueses se han empeñado en hacernos una competencia que nos revienta. Mercaderes y políticos nos invaden las paredes también. Las llenan con sus carteles.
Sin plata para costearnos grandes tiradas de diarios todavía teníamos a ellas para meter nuestras letras. En cualquier pequeño hueco dejábamos nuestros sueños, como quien deja un puñado de clavos. Sabíamos que quien los viera una vez no se los arrancaba más ni con tenazas, del recuerdo.
Por ejemplo: Pasaba un preso, tirado de una cadena, como un perro, pero al volver una esquina le salía al paso esta palabra nuestra: ¡libertad!, y ya no iba solo más, huérfano del todo, hacia la cárcel. Volvía del taller, moribundo de cansancio, el esclavo del salario, pero al entrar al suburbio leía en un rinconcito: ¡anarquía!; y era un abrazo de amigo, una caricia de amada, una flor húmeda y roja caída entre sus manos secas y oscuras. Dormía en el portal del rico, el miserable y a la alta hora en que los niños tornan al lecho borrachos, se sentía despertar por un aleteo de pájaros: eran papeles, carteles, negras letras que revoloteaban por asentarse, como sobre una bandera en la pared que tenía la aurora: ¡comunismo!
Así era, hasta hace poco la cosa... Y nosotros, convencidos de tener un público que por apuro o cansancio o poca luz, no podía deletrear sino lo grande, lo primordial, lo prístino, le dábamos, de lo nuestro, lo primero y lo último, lo que es más virtual que el arte y más fuerte que la filosofía: esencias, resinas, síntesis. Si; para ese lector anónimo que tufa mugre, resopla angustia o masca enconos, bajábamos a las napas de la vida y surgíamos luego con pepitas de oro virgen, puñados de mineral y vasos de agua. Nuestros carteles eran para ése solo.
Porque un cartel, -saberlo, burgueses bárbaros- no se hace ni con ingenio ni con ciencia; ni con gritos, ni con músicas. No se pinta ni se escribe. Es lo vivo, lo palpitante, lo cálido. ¡Se pare! Debe hablar de dolor, cuando hable, no con la boca, sino con las heridas; y no ha de pedir justicia, cuando la sueñe, sino que debe salir a hacerla, ¡a cumplirla!
Pero, decíamos: ya no va quedando sitio para los nuestros. Todo el que hay resulta poco para los políticos y mercaderes. Hasta aeroplanos remontan para arrojarlos desde las nubes ¿Qué hacer entonces?
Presos: escribir con vuestras uñas en las piedras de las celdas: ¡Libertad! Mendigos: grabar con mugre sobre los pulidos cedros de las puertas de los ricos. ¡Comunismo! Obreros; acompasar las caricias de vuestras manos a la material rebelde, como una madre al hijo que duerme con este canto: ¡Anarquía!
Y, finalmente, camaradas carteleros: no es el Espacio lo que interesa, sino el Tiempo, más vale lo que más dura, no lo que más abarca. Darle al pueblo pepitas de oro virgen, puñados de mineral y vasos de agua: esencias, resinas, síntesis. Y reíros luego de todas las carteleras burguesas.
Sin plata para costearnos grandes tiradas de diarios todavía teníamos a ellas para meter nuestras letras. En cualquier pequeño hueco dejábamos nuestros sueños, como quien deja un puñado de clavos. Sabíamos que quien los viera una vez no se los arrancaba más ni con tenazas, del recuerdo.
Por ejemplo: Pasaba un preso, tirado de una cadena, como un perro, pero al volver una esquina le salía al paso esta palabra nuestra: ¡libertad!, y ya no iba solo más, huérfano del todo, hacia la cárcel. Volvía del taller, moribundo de cansancio, el esclavo del salario, pero al entrar al suburbio leía en un rinconcito: ¡anarquía!; y era un abrazo de amigo, una caricia de amada, una flor húmeda y roja caída entre sus manos secas y oscuras. Dormía en el portal del rico, el miserable y a la alta hora en que los niños tornan al lecho borrachos, se sentía despertar por un aleteo de pájaros: eran papeles, carteles, negras letras que revoloteaban por asentarse, como sobre una bandera en la pared que tenía la aurora: ¡comunismo!
Así era, hasta hace poco la cosa... Y nosotros, convencidos de tener un público que por apuro o cansancio o poca luz, no podía deletrear sino lo grande, lo primordial, lo prístino, le dábamos, de lo nuestro, lo primero y lo último, lo que es más virtual que el arte y más fuerte que la filosofía: esencias, resinas, síntesis. Si; para ese lector anónimo que tufa mugre, resopla angustia o masca enconos, bajábamos a las napas de la vida y surgíamos luego con pepitas de oro virgen, puñados de mineral y vasos de agua. Nuestros carteles eran para ése solo.
Porque un cartel, -saberlo, burgueses bárbaros- no se hace ni con ingenio ni con ciencia; ni con gritos, ni con músicas. No se pinta ni se escribe. Es lo vivo, lo palpitante, lo cálido. ¡Se pare! Debe hablar de dolor, cuando hable, no con la boca, sino con las heridas; y no ha de pedir justicia, cuando la sueñe, sino que debe salir a hacerla, ¡a cumplirla!
Pero, decíamos: ya no va quedando sitio para los nuestros. Todo el que hay resulta poco para los políticos y mercaderes. Hasta aeroplanos remontan para arrojarlos desde las nubes ¿Qué hacer entonces?
Presos: escribir con vuestras uñas en las piedras de las celdas: ¡Libertad! Mendigos: grabar con mugre sobre los pulidos cedros de las puertas de los ricos. ¡Comunismo! Obreros; acompasar las caricias de vuestras manos a la material rebelde, como una madre al hijo que duerme con este canto: ¡Anarquía!
Y, finalmente, camaradas carteleros: no es el Espacio lo que interesa, sino el Tiempo, más vale lo que más dura, no lo que más abarca. Darle al pueblo pepitas de oro virgen, puñados de mineral y vasos de agua: esencias, resinas, síntesis. Y reíros luego de todas las carteleras burguesas.
Rodolfo González Pacheco. Buenos Aires, 1913.
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