Conciencia Revolucionaria y Clase para Sí.
G. Munis
Publicado en Alarma, 2ª Serie, Nº 31
Enero/Febrero 1976
Digitalizado por: Un Comunista (de Chile)
Entre todos los grupos que a tuertas o a derechas se tienen por revolucionarios, ningún tópico es tan sobado y resobado como éste de la conciencia. Los escritos que tratan de ella como tema conceptual son raros e insatisfactorios. {Ejemplo reciente de vacuidad es el libro “marxisme et conscience de classe” (marxismo y conciencia de clase) (collection 10-18, París 1975). Más de 400 páginas andándose por las ramas, sin entrar en el meollo del sujeto enunciado en el título, ni definir siquiera lo que ha de entenderse por conciencia de clase. El autor, Henri Weber. La confina en el Partido, y el Partido lo da por prefigurado en si Liga Comunista, que no pierde oportunidad de arrodillarse ante el estalinismo. Con señalar que Weber ve en el programa común francés un signo de concesión stalino-socialista al proletariado, queda evidenciada la calidad no revolucionaria de su conciencia.} En cambio, apenas puede leerse una publicación proletarizante que no la invoque, siempre para remitir el hecho revolucionario mismo al momento de su aparición en el proletariado (en francés toma, “prise de conscience” casi como la toma de un elíxir). Creyendo elevar el tema, algunas de esas publicaciones echan manos de la substitución dialéctica de la clase trabajador en sí por la clase para sí. Llegan a igual resultado, y por añadidura convierten en un mismo factor clase para si y conciencia revolucionaria, lo que denota un importante defecto de concepción dialéctica precisamente.
En ese dominio no menos que en otros del pensamiento teórico, confusión y pobreza provienen directa o indirectamente de 40 años de inactividad del proletariado internacional, la cual, a su vez, ha consentido el crecimiento capitalista postbélico. A la inversa, los referidos grupos (trotskistas, bordiguistas, consejistas, penitentes en mesiánico engreimiento tipo Revolución Internacional, amén de los literatuelos del espectacular “strip-tease” situacionista) toman efectos por causas mientras la causa real del efecto la ignoran de todo en todo. Temiendo abandonar terreno materialista, se refugian en un materialismo ramplón. A su entender, la somnolencia del proletariado en cuanto clase revolucionaria es consecuencia obligada del crecimiento capitalista, confunden este último con desarrollo del sistema, y por ende se les escapa el por qué de las derrotas anteriores, o bien las achacan a la inmadurez de las condiciones objetivas. Así, la espléndida acometida de la clase trabajadora entre las dos guerras aparece como atolondrada impaciencia suya o de los revolucionarios en su seno, y en todo caso, pierde significación. En tal orden de lucubraciones hay quienes clausuran el período revolucionario anterior a 1920 o 1922, con la derrota de la revolución en Alemania. Tanto vale decir que no ha existido ofensiva proletaria fuera de Rusia o Alemania. De una manera u otra, todos se inventan una cómoda base material para explicarse el rechazo de la revolución entre guerra y guerra y la ausencia del movimiento insurgente mundial desde la última acá.
Desentendiéndose del aspecto subjetivo de la experiencia anterior, en particular de 1914 a 1937, ese materialismo abdica a la dialéctica, incapacitándose así para ver las objetivaciones negativas de aquella, sedimentadas durante decenios. Mal puede, por lo tanto, aprontar la nueva subjetividad requerida para desprenderse de tales objetivaciones y poner a contribuciones los factores económicos, culturales, psíquicos, científicos, dados, acumulados y reiterados por la historia.
Errando de tal modo en las premisas, se yerra de necesidad, y con agravantes, en las consecuencias. En efecto, las ideas tocantes a los vericuetos o las situaciones que hubieran de permitir a la mentada conciencia deslizarse en los cerebros proletarios, cuando no son evolucionistas, son milagreras, las unas triviales las otras chuscas. Se quedan dentro de un mecanismo simplistas, cuando no obtuso, pero, se sobrentiende, de ínfulas dialécticas y hasta con algún texto de Marx por escapulario. Véase más de cerca.
Entre los milagreros hay dos categorías: los milagreros de la crisis de sobreproducción y los de la caída definitiva de la tasa de beneficio del capital. Según los primeros, las condiciones objetivas de la revolución no están dadas mientras el capitalismo crezca, y la clase obrera misma no piensa en ella cuando encuentra el llamado pleno empleo. Los secuaces de tal visión desdeñan, por consecuencia, dirigirse a las clase, viven en círculo de íntimos, destilando su propia pureza. Están al aguardo de su hora, y han localizado su hora en la crisis de sobreproducción, con el paro obrero en escala gigantesca, la quiebra de las más sólidas compañías capitalistas y la baja salarial de los obreros no despedidos. Entonces, el círculo de íntimos se echará a la plaza pública cual conciencia en carne y hueso, y el proletariado irredento la hará suya. No caricaturizo: así se presenta la famosa “prise de conscience” para los milagreros de Revolución Internacional. Y comparten la misma idea, sin otra variante que la actitud cotidiana hasta el momento de la crisis, los diversos conciliábulos trotskistas. Peor la comparte también el estalinismo, en la media que una gran extensión del paro obrero en occidente le permitiría poner en juego el embauco de presentarse como salvador socialista reclamando la nacionalización generalizada.
Dándose visos de científicos, la otra variante milagrera asegura que la adquisición de conciencia por el proletariado, por tanto la posibilidad de revolución misma, llegarán cuando la mengua tendencial de la tasa de beneficios del capital toque su fondo. A fuer de materialistas bastos, sus teóricos, bordiguistas entre otros tenían que encontrar un motivo económico mayor que vede la continuación del sistema capitalista. Es inapelable que cuando llegue ese momento, no quedando un pijotero negocio de hacer, el capitalismo finiquitará. Pero en tal caso finiquitaría como llama que consume todo el oxígeno disponible. Lejos de ser liquidado revolucionariamente, por el paso de un tipo superior de sociedad, con él y en delantera de el irían consumiéndose las condiciones objetivas de la revolución y el propio proletariado como clase revolucionaria. Eso basta para ver claro, sin necesidad de entrar en otros aspectos, que tal categoría de milagreros cae en desvarío aún peor que la primera. Si su ideación se realizase, sería preocupación imperativa general, no la revolución, sino la simple sobreviviencia de los individuos, siquiera como esclavos o nuevos siervos de la gleba.
No existe en la actualidad corriente alguna que conciba evolutivamente el paso del capitalismo al comunismo. Las organizaciones estalinistas y socialistas, de cualquier bordo que sean, hablan, cierto, de ese paso pacífico y legal, pero lo hacen a sabiendas de que se trata, para ellas de atracar en el capitalismo de Estado. En cuanto visión social, el reformismo se acabó hace sobrados años. Hablar pues de una socialdemocratización del movimiento obrero enturbia todo concepto, impide tener noción exacta del período histórico que vivimos, y desde luego aísla el buena trabajo revolucionario inmediato y futuro. Para colmo, certifica como veraz la demagogia democrático-burguesa del estalisnismo. En tal sentido asistimos, por el contrario, a una estalinización de lo que fue el reformismo y hasta de las propias instituciones del capitalismo occidental. Sin embargo, hay un neto relente evolucionista en determinadas nociones tocantes a la formación de la conciencia revolucionaria del proletariado y la continuación de la clase para sí. Aunque no pase de ahí, reblandece la acción combativa de sus adeptos; la acción es por su propio impulso conciencia y formadora de mayor conciencia.
Dos son también las corrientes principales de ese evolucionismo. Una de ellas cree poder suscitar conciencia en la masa de asalariados poco a poco, mediante peticiones de carácter inmediato, o sea de simples mejoras dentro del capitalismo. Eslabonándolas con radicalismo progresivo, el proletariado pasaría, pretende, de la mentalidad democrático-sindicalista a la mentalidad revolucionaria, de la defensiva a la ofensiva contra el sistema, de clase gobernada a clase gobernante. De ahí se deduce el trabajo fraccional en los sindicatos, o en el sindicalismo de pretensiones revolucionarias, el frente único con el estalinismo y el ex reformismo, la utilización de los parlamentos, así como las consignas: gobierno de los dirigentes de esas organizaciones (falsamente tildadas de obreras), control obrero de la producción, nacionalización de la industria y otras por el estilo. Con todo también ese evolucionismo táctico deposita sus esperanzas en la crisis de sobreproducción. Sin ella, no entrevé solución posible, ni por ende, aplicación fructuosa de su tacticismo. En el mejor de los casos-y casi todos son peores-sigue las huellas de los bolcheviques en 1917, cual en su tiempo hizo el programa de transición de la IV Internacional incipiente.
Retraso enorme, pues desde entonces han cambiado profundamente la naturaleza de las organizaciones antes obreras, la experiencia de la lucha de clases mundial y las posibilidades inmediatas de la revolución comunista, mientras el capitalismo, por su parte, se adentra en la forma estatal, signo inequívoco de su reaccionaria decadente nocividad. De ahí que estas tendencias en cuestión se sitúan hoy a la derecha de cuando exige hoy la actividad revolucionaria.
El otro evolucionismo inconfeso lo inspira la ya antañona frase de Otto Ruhle: “La revolución no es asunto de partido alguno”, aberrante deducción de la inapelable sentencia: La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos. Se trata, ya sobreentendido, de la tendencia llamada consejista. Su simplismo teórico ha conocido en los últimos años un rebrote en calidad de reactivo al abrumador peso de la contrarrevolución estalinista, con toda su nefasta obra en Europa y Asia desde antes de la guerra hasta el presente. La contrarrevolución aparece como cosa de partido, la revolución, por consecuencia es contemplada como necesariamente antipartido. Y la conciencia revolucionaria resultaría, entonces, de una lenta, progresiva adquisición de la clase en el seno del capitalismo, y hasta los propios consejos obreros una vez surgidos. Procurando obviar esa dificultad los consejistas llaman al auxilio del economismo de la crisis de sobreproducción asociado a un falso espontaneísmo. Acciones espontáneas de la clase obrera debatiéndose contra los efectos catastróficos de la crisis, precipitaría, prentenden, la formación de conciencia y con ello la victoria de la revolución. Encubren así un yerro con otro yerro, pues lo único verdaderamente espontáneo es lo creado por el movimiento histórico en cuanto condiciones social y en tanto ocasiones concretas de luchas. Ni la clase obrera ni los revolucionarios tienen posibilidad de elegir entre unas y otras. Acertar en su interpretación y conseguir utilizarlas, en eso consiste el cometido de los revolucionarios y con ellos de su clase. En cuanto a las llamadas acciones espontáneas de la clase obrera, parten, todas de una iniciativa por desconocida que sea, de lo contrario no podrían reproducirse. Son pues acciones volitivas en un terreno muy propicio, por lo general ignorado. Sin él, imposible provocarlas. Negarse a crear un partido que se esfuerce en interpretar atinadamente la espontaneidad dada por el devenir, es reducir al mínimo la volición, el empuje combativo del proletariado, cuando no desangrarlo.
La emancipación del proletariado como obra del proletariado mismo presupone su constitución partido y es imposibilidad absoluta sin tal constitución. Pero esta misma no será jamás unidad maciza. Cerrada, sino necesariamente compuesta, abierta a la rosa de los vientos revolucionarios. De lo contrario no se trataría del proletariado constituido en partido, sino de un partido constituido en proletariado o sea de una usurpación. Lo compuesto de ese proletariado erigido en partido irá, va ya bajo su condición actual de clase explotada, desde la pasividad indiferente a cualquiera acción, hasta la acción y el conocimiento máximo asequible, pasando por todas las graduaciones imaginables. La exaltación originada por la victoria obrera reducirá poco a poco el peso muerto de los pasivos, enardecerá por contrario, a la gran mayoría, y sobre todo suscitará a medida de su propia consolidación capacidades y opiniones revolucionarias insospechadas, susceptibles de cuajar en tantos centros de agrupación, sin perder la unidad revolucionaria general. evitando entrar aquí en más amplio análisis por estar fuera de lugar, de ahí depende en buena parte el cumplimiento de la revolución hasta el comunismo, ya que de garantías es quimérico hablar. Es inimaginable un tipo de organización un tipo de organización social post revolucionaria que no recele, al principio sobre todo, peligros mortales, en la medida en que una fracción de la clase obrera pretendiera, con cualquier argumento, desviar el resultado del trabajo colectivo a aplicaciones que conserven o extiendan, en lugar de aplanar, las diferencias económicas del capitalismo. Una nueva categoría de explotadores reaparecería en ella.
Más o menos acusado, el evolucionismo en cuanto a la formación de conciencia no ha sido, en verdad, infrecuente excepción en la historia del movimiento revolucionario. Más debido al barullo introducido en teoría por la falaz publicidad de la contrarrevolución estalinista, a sus repercusiones tanto en la clase como en sus mejores grupos, el hecho es hoy mucho más extenso y grave. Dos teóricos que en su tiempo prestaron en sus respectivos países señalados servicios a la contrarrevolución estalinista, influencia todavía a hombres que prescindiendo de su patrocinio mejorarían sin duda alguna sus concepciones. Se trata de Lukacs y Gramsci, que no superan el economismo y caen en una suerte de evolucionismo. Aquellos mismo que hoy hablan de la conciencia revolucionaria en tercera persona (la del proletariado), y de la propia en primera persona (la conciencia de cada grupo teorizante), andan diversamente fallos al respecto.
Muy diferente por su posición como militantes es el caso de Gorter, Rhule, Pannekoek y la vieja izquierda germano-holandesa en general. no obstante, sus concepciones sobre la formación de la conciencia revolucionaria y sobre la edificación de la sociedad comunista requerirían para realizarse, particularmente en el último, tiempo indefinido de progresiva acumulación. Suponen libertad y cultura creciente para la clase obrera dentro del capitalismo, al revés de lo que ocurre. Por ello su influencia en ese dominio es disolvente.
La acumulación y a centralización ampliadas del capital arrecian en proporción a sí mismas la sujeción material y cultural del proletariado. no dejan lugar, por lo tanto, a gradualismo cualquiera en la formación de conciencia. Tampoco puede aparecer bruscamente, como conciencia revolucionaria neta en la clase entera o siquiera en la mayoría de sus componentes. El disparate mayor, sin embargo, cómico infantilismo materialista, es hablar de una formación científica de la conciencia. A ella quedaría reducida la teoría revolucionaria si tal posibilidad existiese y sin fracaso alguno posible, la victoria estaría matemáticamente asegurada en el instante histórico X en que la ciencia alcanzase su objeto formador. Solo que no se trataría entonces de una sociedad humana sino de un agregado inorgánico, a lo sumo de una termitera.
Nuestro comunismo es científico porque no saca de la imaginación los factores económicos, culturales, e incluso psíquicos de su propia hechura en el devenir humano. Los descubre en la sociedad presente y en las exigencias de cada persona, cuya satisfacción le permiten lo anteriormente adquirido puesto a su servicio. Dicho de otro modo, los descubre en el antagonismo de la organización industrial con el trabajo asalariado, que acentúa la esclavitud del hombre, cuando aquella le consciente plena libertad haciendo saltar sus cerrojos capitalistas. Pero el antagonismo no encontrará jamás desenlace automático favorable al proletariado, o si quiera inevitable en el tiempo. Seis decenios rebasados hace que la posibilidad está presente y que el antagonismo que permite y requiere la revolución comunista se ha acentuado en grado sumo, los signos de putrefacción del sistema su multiplican, mientras la conciencia y los hechos del proletariado han resbalado al punto más bajo desde 1848 acá.
Que la conciencia de clase conoce altos y bajos es mera constatación, están siempre relacionados con los avatares de la lucha viva. Pero el bajón que hemos presenciado desde la revolución española hasta la fecha no tiene precedente por su duración ni por la importancia de los daños causados. Es que la más desalentadora de las derrotas no es la ocurrida en el combate frontal, la que ha sido infligida por la felonía de supuestos amigos. Y un vistazo a los acontecimientos desde 1914, basta para convencerse de que el proletariado no ha sido vencido en país alguno por la burguesía, su enemigo secular bien identificado, sino por las organizaciones políticas y sindicales llamadas socialistas, anarquistas, o comunistas. Puntualizando, a éstas últimas-en puridad estalinista-ha correspondido el papel principal de la faena a partir de 1923. asumían así el propósito de la vieja reacción, pero con características nuevas, no burguesas, sino capitalistas de Estado y por ello susceptibles de contraponerse a la burguesía y sus monopolios hasta absorberlos de grado o por fuerza, pero agudizando hasta el paroxismo los rasgos negativos del capitalismo en general. al mismo paso, tal falsificación de las nociones revolucionarias ha ido tan lejos, que el capitalismo estatal es presentado y pensado como economía socialista en casi todo el mundo.
Como resultado de ese proceso negativo, el proletariado de Europa occidental caía presa del capital, vía representantes políticos y sindicales de la contrarrevolución rusa, a tiempo que en Europa occidental quedaba apabullado por la férrea dictadura de ésta misma. Y en todos los continentes, la mendacidad ideológica ha llegado hasta atribuir a los movimientos nacionalistas naturaleza radicalmente opuesta a la que tienen, pues desde el más hasta el menos corrupto de ellos, todos son una anacrónica y reaccionaria supervivencia del pasado, juguete venal de las grandes potencias.
Mientras tanto ninguna tendencia se destacaba que pusiese sin mitigaciones el dedo en la llaga y comprendiese que la posibilidad de revolución comunista seguía presente, sin necesidad de crisis mercantil ni de mayor crecimiento capitalista. A la objetivización reaccionaria de las antiguas organizaciones obreras se yuxtapuso así la carencia de subjetividad revolucionaria por parte de los grupos y tendencias más sanos. Resultante: el proletariado mundial, cercado por la criminal rivalidad interimperialista, permanecía inerte, dejando libre juego a todos sus enemigos, vieja y nueva reacción en colaboración-rivalidad. Tan larga ausencia de acometividad ha dado pie a determinados intérpretes para hablar, ora de una integración del proletariado al capitalismo, contrasentido estúpido, ora, de la prosperidad del capital como causa directa y suficiente de aquella inercia.
En incontestable que la conciencia de la clase históricamente revolucionaria está por debajo del nivel adquirido entre las dos guerras, a despecho de los signos de nueva rebeldía surgentes, aquí allá. Y no sólo la de ella, sino también, acentuándola la de los grupos revolucionarios, o sea, de aquellos que cabe considerar, mal que bien, como el sector más alerta de la clase. Repetición de nociones muertas, embrollo y pobreza de conceptos, ausencia de visión global del pasado y por tanto del porvenir inmediato también, son el lote general de esos grupos. Otros, con pretensiones más hueras que consistentes, pseudo-innovadores con antiguallas olvidadas, están en verdad más fuera que dentro de la clase revolucionaria. Unos y otros creen, sin excepción conocida, que la pasividad del proletariado reside en el “pleno empleo”, o en lo que llaman, acomodándose a la terminología dirigista, “sociedad de abundancia”. Es un vicio economista atávico que les lleva a manifestarse, quiéranlo que no, como sujeto de la historia de naturaleza diferente a la del proletariado. A su entender la clase no puede sentirse impelida a la lucha decisiva sino forzada por una necesidad material directa, cuando, en crisis de sobreproducción, el capital arroje al hambre 30, 60, 100 millones de obreros, o bien después de otros tantos millones de muertos en la tercera guerra mundial. En cambio, todos ellos han adquirido su grado particular de conciencia-validez real salvada aquí-al margen de cualquier experiencia propia, pues ninguno de ellos ha tenido ocasión de vivarla. Por consecuencia, la clase obrera y los dichos grupos aparecen como determinaciones y sujetos diferentes del devenir humano.
Ese es su defecto más general engendrador de otros, y lo que, cualquiera sea su importancia numérica y su propio querer, hace de ellos sectas, cada una enquistada en cuatro ideas cojas cuando no falsas, y sobre todo en sus risibles jactancias. Pretendiendo dar cuenta de un pasado mal o muy parcialmente comprendido, dándose en tal traza s si mismo como esencia del presente y del futuro, casi por las claras como punto de arranque-año1-de una nueva era, esos arbitristas modernos tachan de ideología cuanto sale de su propia ideación del actuar revolucionario. Y así, entre la Tierra prometida de la “clase para sí” y el cenizo “ideología”, mero vade retro Satanás, la flaqueza y la incongruencia teórica de unos y otros toca límite allende el cual no se ve nada. No caen en cuenta de lo que son, por sus fallo, en unos casos producto indirecto, en otros víctimas de la corrupción de las nociones revolucionarias imperantes durante largos decenios
Una referencia elemental se impone aquí, entre lo que Marx llamaba ideologías y lo que designan con la misma palabra dichos grupos, no existe ninguna relación.
Para Marx se trataba de ocurrencias sistematizadas, más bien que de ideas, y no deducidas de la realidad social dad en continuo devenir, sino de inventadas doctrinas de salvación para el proletariado y la humanidad. Marx adoptaba el comportamiento del hombre de ciencias que estudia los materiales de su disciplina, intuiciones propias comprendidas, antes de enunciar ideas al respecto. Veía claro que las ideas revolucionarias no podían ser una pasión del cerebro, sino el cerebro mismo de la pasión humana. Para lo inventores de ideas se trataba, al contrario, de mera pasión cerebral, de credos redentores sin fundamento en la realidad objetiva de la sociedad. En tal sentido, las ideologías han dejado de existir. Incluso hablar de una ideología burguesa o estalinista, no digamos socialdemócrata, es descabellado. Se trata de engañifas intencionales y sobrado evidentes, aunque todavía impuestas a grandes masas. En cambio los utilizadores actuales del término recurren a él prejuiciosamente y rehuyendo especificar, previo estudio de las condiciones existentes ,las tareas revolucionarias concretas de la clase, por ende las suyas propias. Enarbolando en cambio, panaceas: revolución social, o abolición del trabajo asalariado, cuando no del trabajo escueto. Adoptan, por tanto, escapatorias y actitudes más o menos marginales, abandonando la realidad viviente y cotidianamente vivida. Quiéranlo que no, en poco o en mucho, participan de lo que Marx llamaba ideologías.
A un nivel político mejor del proletariado entre guerra y guerra, correspondía una calidad teórica de los revolucionarios superior a la actual, sin hablar aquí de otros aspectos concomitantes. Ya su vez, nivel político y calidad teórica campeaban en un terreno de clase por le general sano y optimista, todavía poco hollado por la perversión que el estalinismo y sus aliados han vertido a raudales, sobre todo, desde el momento más candente de la revolución española 1936-1937, hasta le fecha. Entre esos tres factores , a saber, nivel político de la clase, calidad teórica del sector revolucionario y sano optimismo de su ámbito, se da una interrelación muy evidente, sin que sea posible acordar a cualquiera de ellos la primicia en la aparición o repatriación de conciencia revolucionaria entre la mayoría de los trabajadores. De seguro que un realce de cualquiera de los tres acarreará tras él, el de los otros dos. La validez teórica es importantísima la larga, como lo es también, en lo inmediato, para la formación de organizaciones aptas. No obstante, ni la mejor de estas conseguirá introducir conciencia en la clase revolucionaria. En tal empeño, la escuela del proletariado no será jamás la reflexión teórica, ni la experiencia acumulado y bien interpretada, sino la conquista de sus propias realizaciones en plena lucha. La existencia va por delante de la conciencia; el hecho revolucionario precede al conocimiento del mismo para la brumadora mayoría de sus protagonistas. Lo que la clase obrera en su conjunto, o uno de sus sectores, piensa de cualquier lucha en juego, se queda muy opr debajo de lo que la lucha misma realiza o podría realizar. El contenido latente rebasa con creces el contenido aparente. Sólo cuando el primero adquiere cuerpo aparece la conciencia revolucionaria del hecho mismo, conciencia concreta no teorizada por la clase, pero si conversión de la teoría revolucionaria en realización, o nueva condensación de la experiencia en teoría. Así ha ocurrido invariablemente desde 1848 y la Comuna de París hasta la revolución española. Resulta por consecuencia imposible trazar un plan, siquiera muy aproximativo, del desarrollo de la conciencia revolucionaria. Es el número de obreros concientes dentro de la clase el que si puede y debe aumentar y es incumbencia principalísima de los revolucionarios organizados. La conciencia de la clase obrera entera irá abriéndose camino en la medida en que los avatares de la lucha, que no dejarán de presentarse, la lleven a destrozar en la práctica las nociones que el capitalismo le inculca y las cadenas que las organizaciones políticas y sindicales del mismo le tienen echadas encima.
Llegada esa tesitura, la concepción revolucionaria concreta, puesta en línea de combate por minorías de clase desempeñará una labor importantísima. No gracias a cualquier planteamiento progresivo, sino al contrario, por su aptitud para favorecer y llevar al máximo esas situaciones bruscas. Ahora bien, por muy allá que vaya, tal conciencia seguirá siendo parcial, vaga para la mayoría, por lo tanto susceptible de ser adulterada y manipulada hasta desbaratarla. Resulta, en efecto infantil, por no decir esperanza idealista, creer que con el acto revolucionario supremo la conciencia revolucionaria y la clase para sí quedarán completamente realizadas. “La clase para sí” es más bien una alegoría militante que la representación de una situación venidera. La burguesía hizo su revolución para sí y para sí organizó la sociedad entera. Imposible ser clase para sí sin oprimir a otras clases. Nuestra revolución es un acto de la clase trabajadora en completo, pero no para sí estrictamente, pues por ser la clase comunista por antonomasia, negando a las demás clases se niega a si misma. Deberá paralizar a sus enemigos, pero ni necesita ni puede explotarlos. Por lo tanto no hay otro para sí, que el fugaz instante de la revolución, a partir de la cual la clase obrera empezará a disolverse en el todo social rehecho, a menos de recaer en la condición de clase explotada para sí de otros. En cuanto el para sí revolucionario se afirma y se confirma, desaparece el proletariado (negación de la negación) y con el la demás clases y estratos. Queda abierto el horizonte al individuo, libre de coacciones y contrahechuras más o menos degenerativas, único cimiento posible de una sociedad humana homogénea. Y homogeneidad no significa uniforme, sino al contrario, la máxima diversidad de sus componentes individuales, permitida la desaparición de todos los antagonismos materiales entre grupos y personas.
A la inversa, la conciencia revolucionaria en su sentido cabal no hace más que entrar en su fase formativa con el ataque al capitalismo y la constitución del proletariado en clase gobernante. Lo componen, con el acto revolucionario, también, y sobre todo, el proceso subsiguiente de transformación de la sociedad hasta la eliminación de las los vestigios mismos de las clases. El primero será siempre, más que una volición general un hecho consumado en el fragor de la lucha, a partir del cual la conciencia revolucionaria irá afirmándose en profundidad, extensión y calidad, al mismo paso que, en la práctica, la sociedad comunista. La plenitud de la conciencia no puede dimanar sino de su propio encarnarse en la estructura de la nueva civilización y en la mente de cada persona. Es el descubrimiento del hombre por el hombre mismo, al fin posible.
Eso en cuanto a la conciencia revolucionaria propiamente dicha y generalizada, cuya existencia, suponiéndola posible en medio del mundo actual, convertiría la transformación comunista en todos los continentes en un candoroso juego de niños. Tocando a la otra, la inicial pero indispensable para dar muerte al capitalismo, depende hoy en suprema medida de los revolucionarios todos y en particular del afiance de los obreros revolucionarios en la mayoría de la clase. En su defecto, cualquier acto subversivo de ésta se resolverá en fin de cuentas en contra suya. Lo hemos presenciado en diversas ocasiones, la última en Polonia. Lo determinante será la conjunción del ímpetu subversivo de la clase con la subversión teórica y práctica de su sector revolucionario. Y la teoría comprende pasado y futuro inmediato enlazados por nuestra acción presente.
La conciencia de los revolucionarios, es, por consecuencia, la que primeramente tiene que situarse a la altura de las posibilidades ofrecidas espontáneamente por la historia. Tan grandiosas, tan ilimitadas son estas a despecho de las impresiones superficiales, que apremian cada año más en cuajar en revolución. Más los revolucionarios han estado y continúan estando en zaga de las posibilidades. Piden a las condiciones históricas que les ponga entre las manos una situación revolucionaria, cuando en realidad tienen ante sí, con creces, cuanto se requiere para suscitarla... excepto su propia subjetividad. De ahí que los aparatos político-sindicales ex obreros, hoy pilares del capitalismo, sigan imponiéndose, aunque han perdido todo influjo veraz en la mente de los trabajadores. Destrozar el imperio de esos aparatos debe ser la primera de las pugnas para dejar libre curso a la revolución. Hay que ir derecho a la clase obrera e incitarla contra ellos sin tapujos ni vociferaciones de hueca resonancia radical, sino con proposiciones de lucha enderezada a la destrucción de tales aparatos, requisito paralelo a la destrucción del capitalismo la conciencia revolucionaria no se esconde esotéricamente, dice su verdad profana y profanante, y su vigor apasionado elimina la estridencia.
Postular la revolución comunista, incluso flanqueada por la abolición del trabajo asalariado, no pasa de ser una noción borrosa, aún suponiéndola-esperanza vana en el mundo presente-compartida por la mayoría. Porque la eliminación del salariato en cuanto objetivo directo una vez arrancado el poder del capital, está lejos de ser un acto único, cual la abolición de las leyes del mismo, o el desmantelamiento de su armatoste estatal. Se descompone o subdivide en una serie de medidas, de cuyos efectos inmediatos y mediatos resultará la dicha eliminación, estructura social básica de la sociedad comunista. Las principales medidas, las más trascendentes se desprenden de la situación actual de la clase, de sus posibilidades máximas en contraste con el capitalismo apabullador y decadente, ya sin derecho a la existencia. ¿dónde, en qué sino en la formulación y defensa de las mismas cerca del proletariado puede aparecer la conciencia de una organización revolucionaria?. Se condenan al bullicio inocuo, cuando no al charlatanismo, las tendencias que rehuyen hacerlo, cualquiera sea su cuantía numérica.
Sin entrar aquí en superfluos, véase “las tareas de nuestra época”, en Pro Segundo Manifiesto Comunista. (programa del Fomento Obrero Revolucionario, N.D.R)
El programa mínimo de finales y principios de siglo estaba intencionalmente limitado en el seno del capitalismo, al aguardo de las condiciones para acometer el programa de la revolución. El Programa de Transición fundamento de la IV Internacional, quería fundir en uno sólo el máximo u el mínimo, pasando por la nacionalización, error cuyo origen está en Marx y Engels, aunque todavía sin las implicaciones reaccionarias después reveladas.
En fin, las tareas de nuestra época jalonan sin discontinuidad el acceso del proletariado a clase dominante y su propia desaparición, con las demás clases en la sociedad comunista. El impulso combativo del proletariado provendrá de las reclamaciones que lo pongan en situación de no tener que reclamar nada, por que dispondrá de todo. Hay que hacer palpable la inmediatez de esa posibilidad para que la conciencia de clase se insurja por la revolución y del mismo golpe haga saltar en añicos los aparatos políticos-sindicales que la estrangulan. En suma, la motivación material de la liquidación del capitalismo está dada por la ya desgarradora contradicción entre él y la libertad del género humano. Empieza ésta en la del proletariado y abarca desde el consumo alible hasta el cultural en sus múltiples y más espirituales facetas. Y riámonos de los que esperan la crisis de sobreproducción, la caída de la tasa de beneficios, la tercera guerra mundial, o no sabe que espíritu santo preñador de conciencias.
Bien propagado, semejante programa tendrá grandes repercusiones en lo inmediato y aún mayores en lontananza. Pero en la corrupta situación que vivimos está lejos de bastar para abrir el cause torrencial necesario. La Primera Internacional (Asociación Internacional de Trabajadores) creció vertiginosamente apenas fundada, porque presentaba ideas limpias, a un proletariado sin influjos ponzoñosos, virgen. Todavía la Internacional Comunista encontraba un medio obrero poco poluido por la social democracia, enemigo del proletariado mucho menos dañino que los de hoy. En nuestros días, los revolucionarios topamos con dificultades inmediatas tremendas, dimanantes del ado negativo del período anterior, que ha instalado a organizaciones y sujetos que continúan diciéndose comunista o socialistas en la mismísima estructura económico-policíaca del sistema capitalista. Tanto por sus intereses poderosamente constituidos en escala mundial como por reaccionario cálculo, sus partidos y sindicatos son acicates del capitalismo estatal allí mismo donde todavía les pertenece el poder supremo. Y lo que es mucho peor, malean de mil modos el entendimiento de la clase obrera y prostituyen hasta la noción de comunismo. El antiguo reformismo era democrático, burgués y colaboracionista; ellos preconizan en realidad la entrega total, indefensa de la clase obrera al Estado omnicapitalista bajo su mando. El resto “Eurocomunismo”, “pluralismo”, “parlamentarismo”, etc. Es hipocresía táctica, burda ficción puesta de manifiesto cuando aparece una iniciativa revolucionaria de la clase obrera.
Por lo tanto, conocer y saber explicar el por qué, el cómo y hasta el cuando se han producido cambios tan importantes y amenazadores relativamente a la situación entre las dos guerras, será no menos determinante que el programa de lucha por el porvenir inmediato. Se hace pues indispensable un conocimiento crítico certero de los principales avatares históricos a partir de 1914. ahí empieza, para los núcleos de espíritu revolucionario, la conciencia que los capacitará para ser, en medio de la clase, fermento de subversión comunista.
No obstante, ni el mejor de tales grupos, por muchos obreros que individualmente se afilien, conseguirá despertar conciencia en la mayoría del proletariado por simple aleccionamiento. Lo prohíben innumerables trabas de la sociedad actual que solo desaparecerán con ella. Pero cualquier conflicto con el capital, aunque empiece por una simple mejora de salario, es susceptible de abocar a una lucha que sobrepasa las reivindicaciones iniciales. Lo mismo puede ocurrir en una región, una rama industrial o un país entero. Lo latente tenderá siempre a manifestarse atropellando lo aparente; es la verdad frente a la ficción, el porvenir volviendo la espalda al pasado. Si al llegar un momento así continúan dominando los actuales falsarios políticos-sindicales, todo volverá atrás. al revés, sí por lo menos una minoría les sale al paso, poniéndolos en la picota y formulando revolucionariamente la lucha en marcha, la conciencia de clase habrá dado un paso adelante propiciador de acciones mayores, por muy local que fuera. La combatividad de la clase mana irresistiblemente, explosiva en determinados momentos, de su propio trasfondo histórico. Se cristaliza en hechos que solo después son pensados por ella y le dan base y energía para ulteriores avances.
Procede pues en los hechos como e la conciencia, por saltos en el desarrollo, la continuidad de cuyo discontinuo ha de asegurarla su sector deliberadamente revolucionario. La propia victoria decisiva será para la mayoría de la clase, una realización antes que una intención consumada. No en balde es la clase revolucionaria forjada por la historia a despecho de la opresión y el dirigismo intelectual que acompañan la vida cotidiana. Por lo mismo, en los núcleos obreros revolucionarios recae, mucho más que desde hace 150 años un cometido en fin de cuentas determinante. De ellos depende que la revolución salga avante o naufrague por segunda vez.
Desde Babeuf a Marx hasta nosotros, la conciencia revolucionaria es el rayo de luz creado por el choque entre la explotación y los explotados, es la subjetividad humana en rebelión contra una objetividad que pervierte y niega esa misma subjetividad, sin la cual el hombre no es hombre sino cosa. O nuestra subjetividad acomoda al mundo exterior a sus requerimientos-no puede haber otros- o se somete esclavuna, a la nauseabunda objetividad existente.
El hecho objetivo engendra la palabra que lo nombra y lo hace comprensible, operación objetiva; sin nuestra palabra, la posibilidad de revolución se esfumará cual si nunca hubiese estado presente. Y fallando su sector más subjetivamente revolucionario, la clase obrera marraría entonces el golpe que acabaría por siempre con el achicamiento del hombre porque explotado y la prostitución de otros hombres porque explotadores.
Algunas palabras sobre G. Munis (tomadas de internet)
En noviembre de 1936 Munis fundó en Barcelona una nueva organización: la Sección bolchevique-leninista de España (SBLE), pro IV Internacional. La organización fundada por Munis publicó un Boletín desde enero de 1937, que a partir de abril tomó el nombre de La Voz Leninista, en el que se criticaba a la CNT y el POUM su colaboración con el gobierno de la burguesía republicana, al tiempo que se propugnaba la formación de un Frente Obrero Revolucionario que tomase el poder, hiciera la revolución y ganase la guerra.
En mayo de 1937, sólo la Agrupación de Los Amigos de Durruti y los bolchevique-leninistas (BL) de la SBLE lanzaron octavillas que propugnaban la continuación de la lucha y se oponían a un alto el fuego. Fueron las únicas organizaciones que intentaron dar una dirección revolucionaria al movimiento espontáneo de los trabajadores. La represión estalinista, tras la caída del gobierno de Largo Caballero, consiguió la ilegalización y proceso del POUM, pero también de Amigos de Durruti y de la SBLE. Al asesinato de los anarquistas Camilo Berneri, Barbieri y tantos otros de menor fama, siguió el asesinato y desaparición de los poumistas Nin y Landau, pero también de los camaradas de Munis: el hebreo alemán Hans David Freund («Moulin»), el ex-secretario de Trotsky Erwin Wolf («N. Braun»), y su amigo personal Carrasco.
El propio Munis, con la mayoría de los militantes de la SBLE, fue encarcelado en febrero de 1938. Fueron acusados de sabotaje y espionaje al servicio de Franco, de proyecto de asesinato de Negrín, «La Pasionaria», Díaz, Comorera, Prieto y un largo etcétera; así como de asesinato consumado en la persona del capitán ruso Narvich, agente del Servicio de Información Militar (SIM) infiltrado en el POUM. Fueron juzgados por un tribunal semimilitar, a puerta cerrada, e inicialmente sin defensa jurídica. El fiscal pidió pena de muerte para «Munis», Domenico Sedran («Carlini») y Jaime Fernández. Las presiones internacionales y la voluntad de las autoridades de que el juicio se celebrara con posterioridad al del incoado contra el POUM, aplazaron la vista hasta el 26 de enero de 1939.
Jaime Fernández, internado en el campo de trabajo stalinista de Omells de Na Gaia, y posteriormente movilizado, logró evadirse en octubre del 38. Munis, que tras una huelga de protesta de los presos revolucionarios, estaba encarcelado en el castillo de Montjuic, en el calabozo de los condenados a muerte, consiguió evadirse en el último momento. «Carlini», enfermo, vivió algunos meses escondido en la Barcelona franquista, y cuando consiguió pasar la frontera fue internado en un campo de concentración. Munis había alcanzado la frontera francesa con el grueso de la avalancha de refugiados republicanos, que huían ante el avance de las tropas franquistas. Años después, ya en el exilio, le confesaron la existencia de una orden para ejecutar a todos los presos revolucionarios antes de retirarse hacia la frontera.
La Lutte Ouvrière, publicó en sus números del 24-2-39 y 3-3-39 una entrevista con Munis sobre la caída de Barcelona en manos fascistas. A fines de 1939, gracias a su nacionalidad, consiguió embarcar con destino a México, pero los intentos de conseguir refugio para sus camaradas fracasaron ante la oposición de los stalinistas a la concesión del visado. Estableció una asidua relación personal con León Trotsky y su mujer Natalia Sedova. Trotsky le encargó la dirección de la sección mexicana. En mayo de 1940 participó en la llamada conferencia de «alarma» de la IV Internacional.
En agosto de 1940, tras el asesinato de Trotsky, en cuyos funerales tomó la palabra, intervino repetidamente en el proceso incoado contra su asesino como representante de la parte acusadora. Se enfrentó decididamente contra los parlamentarios stalinistas, así como contra la campaña de la prensa estalinista mexicana, que acusaba a Munis, «Víctor Serge», «Gorkin» y Pivert de agentes de la Gestapo. Pese a la amenaza de muerte realizada por los stalinistas, Munis retó a los diputados mexicanos que les calumniaban a renunciar a la inmunidad parlamentaria para enfrentarse a ellos ante un tribunal.
A partir de 1941 se unió a Benjamín Péret, también exiliado en México, y a Natalia Sedova, en las críticas al Socialist Workers Party (SWP), la organización trosquista estadounidense, que tomara partido por uno de los bandos de la guerra imperialista (Segunda guerra mundial), esto es, por el antifascismo.
Las divergencias se acentuaron ante la crítica del Grupo Español en México a los partidos francés e inglés, apoyados por la dirección de la IV Internacional, que tomaban posiciones favorables a la participación en las distintas resistencias nacionales contra los nazis. El inmenso mérito de Munis, Péret y Natalia radicaba en la denuncia de la política de defensa del Estado «obrero degenerado» de la URSS, conjuntamente con el rechazo al apoyo de las resistencias nacionales antifascistas. El bando militar de los aliados, fueran éstos rusos, americanos, franceses o ingleses, no era mejor ni peor que el nazi. Abandonar la tradicional posición marxista de derrotismo revolucionario ante la guerra imperialista, esto es, optar por uno de los bandos burgueses en lucha, en lugar de transformar la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria, suponía abandonar toda perspectiva revolucionaria de lucha de clases y de transformación de la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria.
Las discrepancias entre el Grupo español y la dirección de la IV Internacional fueron cada vez más amplias e insalvables. Las posiciones de Munis, Péret y Natalia Sedova hallaron eco en varias secciones de la IV Internacional: en Italia el Partito Operaio Comunista (POC) dirigido por Romeo Mangano, en Francia la tendencia Pennetier-Gallienne del Parti Communiste Internationale (PCI), así como la mayoría de las secciones inglesa y griega.
El Grupo español en México de la IV Internacional editó dos números de 19 de julio, y desde febrero de l943 una publicación de carácter teórico, titulada Contra la corriente, destinada a defender los principios del internacionalismo marxista, que a partir de marzo de 1945 fue sustituida por una nueva publicación, de carácter más práctico y combativo, titulada Revolución.
En la editorial mexicana de mismo nombre Munis y Péret, este último bajo el seudónimo de Peralta, publicaron varios folletos en los que desarrollaron sus teorías sobre la naturaleza del Estado ruso, que es definido como capitalismo de Estado, sobre la guerra imperialista y el papel de los revolucionarios, sobre la guerra civil española y el papel contrarrevolucionario jugado por el estalinismo, así como sus críticas a la Cuarta Internacional.
En junio de l947 Munis, Péret y Natalia Sedova iniciaron un proceso de ruptura con el trosquismo oficial con dos textos que criticaban duramente a la dirección de la Cuarta: la carta abierta al partido comunista internacional, sección francesa de la IV Internacional, y «La Cuarta Internacional en peligro», preparado para la discusión interna del Congreso mundial.
En l948, ya establecidos Munis y Péret en Francia, se produjo la ruptura definitiva con el trosquismo en el II Congreso de la IV Internacional. El congreso se negó a condenar la participación de los revolucionarios en la defensa nacional, esto es, en la resistencia, y aprobó una resolución en la que se presentaba la rivalidad USA-URSS como la principal contradicción mundial. Esto, unido a la consigna de la defensa incondicional de Rusia, porque pese a todo era considerada como un Estado obrero degenerado, suponía defender el stalinismo. Y lo que era aún mucho más grave: suponía sustituir la contradicción marxista fundamental de la lucha de clases entre burguesía y proletariado, por la nacionalista de apoyo a la URSS en su rivalidad con USA. Munis calificó estas posiciones del II Congreso de la IV Internacional de aberrantes y elaboró un documento de ruptura con el trosquismo por parte de la sección española, en el que profundizaba y confirmaba la definición de Rusia como capitalismo de Estado, sin vestigio socialista alguno, y como potencia imperialista.
N. de R. Al publicar estos textos de Munis y Benjamín Peret (ver más abajo El "Manifiesto" de los Exégetas), NO estamos defendiendo un supuesto “trotskismo crítico” ni asumiendo posiciones leninistas de izquierda. Sencillamente queremos ayudar a difundir textos de militantes que rompieron con el programa trotskista y defendieron posiciones comunistas, como Munis, Peret y la Sedova. Militantes que intentaron hacer un balance de procesos tan trascendentales como la guerra civil española y la segunda gran carnicería mundial, que rompieron con cualquier apoyo crítico a la Urss (Estado imperialista y capitalista) o a cualquier fracción burguesa en nombre del antifascismo. Compañeros que trataron de extraer lecciones de la historia, con la intención de armar con ellas a nuestra clase social, para continuar la lucha.